La voz de la gallega que cantaba mientras envolvía alfajores quedó grabada en Antonio Diéguez, junto con el intenso olor a vainilla y chocolate que se impregnaba hasta en la ropa. Hoy, rodeado de robots empaquetadores y máquinas automáticas que pegan tapitas con dulce de leche, el hijo de uno de los fundadores de Fantoche recuerda los días en qué salía de la escuela y se iba directo a la fábrica.
«La fábrica», a secas, no es otra que la que su padre, Valentín, y sus tíos, Antonio y Celso, compraron a unos fabricantes de alfajores y panes dulces allá por la década del sesenta. Ahí empezó a rodar la historia de uno de los alfajores más consumidos por los argentinos, que con el correr de los años dio lugar al gran invento de la marca: el triple, que hoy representa 70% de las ventas de la firma en esa categoría.
La prehistoria de este cuento empieza en la calle: los Diéguez eran colectiveros que manejaban sus propios vehículos, pero un día decidieron tapar las ventanillas de los colectivos y dedicarse a la distribución de mercaderías. A mediados del siglo XX, los Diéguez junto con los López (de quienes eran parientes) crearon la distribuidora Dielo (nombre que hoy conserva la empresa madre), con la que repartían desde zapatillas, hasta pilas y caramelos, pasando por hojas de afeitar y galletitas, entre otros tantos artículos. Uno de sus proveedores, mezclado entre marcas como Eveready y Bagley, era Fantoche, fábrica que uno de los Diéguez decidió comprar cuando la sociedad con los López comenzaba a desmembrarse.
Lo que sí se fue modificando es el logo, ya que solo quedó una cara en miniatura de un payaso bastante tosco y feo que llevaba en la mano un chupetín y que, según opina Antonio, no era precisamente atractivo para los chicos. Junto con ese cambio, una fuerte inversión en marketing ha relanzado en los últimos tiempos a la marca, que tuvo su peor crisis en 2001, cuando se vio obligada a cerrar la fábrica algunos días a la semana.
Sin duda, su gran despegue vino de la mano de la invención del alfajor triple, que nació como una de las tantas pruebas que se hacían en la planta. «No puedo decir a qué hora y qué día se creó», dice Antonio. Sí recuerda que un viejo empleado le contó: «Entre miles de pruebas que hacían, a mí un día uno de tus tíos me dio una caja de alfajores triples y me dijo «vaya y vea qué puede hacer con esto». Yo no daba dos pesos por eso, pero enseguida tuvo un éxito arrollador». Eso sucedió en algún momento de los años setenta, pero el gran «boom de los triples» se produjo en los ochenta.
Actualmente, el triple representa el 70% de las ventas de alfajores Fantoche (produce en total 1.000.000 de unidades por día). En su portfolio, además de galletitas bañadas y otras 20 variables de galletitas, panes dulces (seis tipos) y budines (4 tipos), siguen los dos alfajores simples tradicionales (chocolate y blanco), dos triples tradicionales y dos mini. «Nuestra característica es que el «blanco» no es chocolate blanco, sino que es baño de merengue italiano. Es mucho más complicado de aplicar, pero así lo decidieron nuestros padres y así lo seguimos manteniendo», subraya el heredero de la tradición familiar.
Los padres de quienes llevan hoy las riendas de la empresa, fueron todos longevos y estuvieron hasta el último momento al pie del cañón. El último en morir, hace tres años, fue Valentín, a los 93 años. El mando de Dielo está en manos de los tres primos Diéguez: Antonio (como se dijo, presidente); Norberto, vicepresidente, y Daniel, director. «Entré a la empresa cuando los alfajores se envolvían uno por uno a mano, después pasé por una máquina que estaba más tiempo parada que funcionando, y hoy en día estoy rodeado de robots que envuelven 300 unidades por minuto», destaca el directivo.
En algún momento de 1998, Fantoche comenzó a exportar, pero su aventura duró solo hasta 2004. Encontraron muchas trabas en el camino, tanto reglamentarias como operativas. Así fue cómo decidieron potenciar lo local, que era algo que sí manejaban a la perfección. «Igual, está en los planes volver a vender al exterior. Quizá sea a fines de año», confía Antonio.
La estrategia de los últimos años se centró en recuperar el mercado de los adolescentes. ¿Por qué? «Porque veíamos que venía alguien y nos decía que comía un Fantoche en el Servicio Militar y venía otro y nos decía que nos recordaba del colegio, y ahí nos dimos cuenta de que eso había pasado hace como treinta años. Era necesario ir a un target más joven y lo logramos gracias a un fuerte trabajo de marketing», relata Antonio. «¡Qué diferencia con nuestros viejos, que decían que para qué querían marketing si no daban abasto con la demanda!», se sonríe.
Una gran contra en el negocio es que el fabricante no puede manejar el precio en el punto de venta. «Hacés un esfuerzo tremendo para bajarlo y después el quiosquero te nivela todo para arriba y pone todo a $10. En los últimos años la rentabilidad es muy baja, ya el año pasado cayó muchísimo y este año aún más. El beneficio lo obtenés con el volumen», se lamenta el empresario.
Por suerte para él y sus competidores, ese volumen es bueno. El alfajor es la golosina preferida de los argentinos, que consumen un kilo per cápita al año. Aún en tiempos de caída del consumo, este producto se mantiene como la golosina más vendida en el país, según datos de la Asociación de Distribuidores de Golosinas y Afines (Adgya).
El olor a vainilla y chocolate sigue intacto en la fábrica de Villa Lugano, como cuando Antonio correteaba por la planta hace 40 años. Pero ya no suenan las canciones de la gallega, que quedaron en el recuerdo al igual que muchos veteranos que hicieron grande la marca. «Mi idea es venir acá hasta el último día de vida, como lo hicieron mi viejo y mis tíos», confiesa el hombre que hoy preside Fantoche, un clásico de los quioscos argentinos.